Al final, por culpa de la hora o de las cervezas (que son una forma de medir el tiempo como cualquier otra) caíamos de nuevo en la tonta pregunta de qué llevaríamos a una isla desierta. Y todo el mundo daba su respuesta esperable hasta que llegaba el turno de Germán, quien se tomaba el tiempo de dar una pitada larga y contestar "una esponjita de aluminio". Siempre hay alguno que repregunta, "si, las de lavar los platos" volvía a contestar Germán, despacio, y yo sabía que a veces el gordo podía ser un snob infumable pero también sabía que no era ningún boludo, así que antes de descartarlo y pasar a otra cosa yo frenaba mi respiración y empezaba a recorrer mentalmente la isla, el acantilado, el arroyo, la cueva, la huella de Viernes, los rugidos de vaya uno a saber qué bicho durante la noche, el barco encallado. Y yo siempre con la esponjita de aluminio apretadita en mi mano, viendo si servía para algo, probándola contra cada piedra y planta que encontraba, sin encontrarle utilidad alguna, pero insistiendo, porque alguna razón debe de tener todo esto. Y antes de que me diera cuenta ya había circunvalado la isla como cuatro veces y me había acercado a los restos de otro naufragio con la esperanza de que la esponjita sirviera para algo y había visto desembarcar a los piratas primero, a los caníbales en sus canoas después, y pasó el primer huracán y el tercero y yo siempre con ella apretadita en el puño. Y mientras recorría la isla me iba cruzando con los otros, los que habían elegido llevar su novela favorita y la leían debajo de un cocotero, o el muy piola que había elegido una máquina de hacer hielo y se pasaba mezclando piñas coladas, copado, cantando versiones bastante decentes de Harry Belafonte. Y yo pasaba apurado, a las corridas, y los saludaba con la mano libre y en la otra la puta esponjita, viendo, probando, buscando y nada, mismo que nada. Al poco rato ya no me quedaba piedra por dar vuelta en la isla y concluí, aliviado, que efectivamente la esponjita de aluminio del orto no servía para nada en una isla desierta, que Germán otra vez decía huevadas, chistes horribles que se hacía a él mismo y lo odié un poco más porque me miraba fijo, seguía fumando y era altamente probable que el hijo de mil sonriera abajo de ese bigote mugriento. Y cuando estaba por mandarlo a la reputísima madre me di cuenta que gratis, en seis o siete segundos, había conocido íntimamemente cada olor, cada ruido y cada color de una isla que hasta hace instantes no existía. Así era Germán, como esas defensas europeas que apenas con un elegante pasito te dejan en orsai solísimo frente al arco y vos de golpe te das cuenta que es una noche hermosa, que el pasto está fresco y cortito y decidís acostarte en el piso, acariciando la cancha con los dedos como si fuera el marote de un gurí recién rapado y así te quedás quietito, con los ojos hacia el cielo, tratando de encontrar alguna estrella debajo del encandile de los focos del estadio.
Así era Germán. Los que lo conocíamos bien sabíamos que, si nos esforzábamos, casi siempre llevaba una sonrisa escondida abajo del bigote. Solamente había que saberla buscar.