Comienza en la infancia. Seguramente por la sorpresa de encontrar una textura extraña al morder un pedazo de pan dulce. Es posible que se dispare una fantasía terrorífica: estoy masticando un insecto. Quizás sea su forma: la fruta abrillantada suele tener forma de cubitos, una estructura que haría feliz a Torres García pero que es claramente sospechosa para una lengua cercada de dientes de leche. También es cierto que la mayoría de lo que flota dentro del panettone son uvas pasas –algo odiado por los niños del orbe pues, además de tener el mismo gusto que los bichos, para colmo son arrugados y marchitos.
Comprendo entonces el rechazo infantil a la fruta abrillantada. Lo entiendo. Pero no termino de captar –y ojalá la ciencia o algún lector me ayude– es el por qué de tanto odio a la fruta abrillantada, que vive dentro nuestro en la vida adulta y casi siempre se queda con nosotros hasta la muerte.
Al fin y al cabo se trata de dos drogas nobles y aceptadas por separado: fruta y cantidades industriales de azúcar. Basta con mencionarlas combinadas para ver a gente grande haciendo morisquetas de asco, alejando la boca como hacen los humanos cuando su edad todavía no se mide en años sino en meses. O el espectáculo todavía más triste de ver a dedos curtidos extrayendo de entre el pan los bloquecitos de colores, abandonándolos en un plato para llenarse de pan bobo, sin secretos.
No, no es esta una defensa de la fruta abrillantada. La como sin quejarme todos los años. Debería encantarme (insisto: fruta y azúcar) y sin embargo me lo impido una y otra vez. Lo que sí atesoro es haber visto sus colores en el almacén cuando mis ojos todavía no se escondían atrás de lentes y no habían aprendido ni el pudor ni el respeto. Frutas enteras convertidas en cristales; joyas inertes de diciembre, brillando entre el aceite mundano, la mortadela y las galletitas que me miraban desde una escafandra de lata.
Cinco cuadras hasta el almacén caminaba, todos los años, recordando la lista de ingredientes que Ciria me hacía repetir para que no olvidara nada. Lo primero era el frasquito de agua de azahar en la farmacia –le da perfume, me decía, pero yo sospechaba porque venía en la misma botella que el alcohol y el agua oxigenada, que los adultos insistían que no ardían pero sí, siempre ardían. Y terminaba con las frutas deformadas y misteriosas que me vendía el almacenero, ese que hablaba raro y que, muchísimos años más tarde, en Santiago de Compostela, reencontré en el acento de tres abuelos sentados en una plaza.
Aquí estoy, nuevamente en diciembre abrillantando recuerdos, mezcla de ingredientes nobles por separado pero que juntos generan extrañeza y misterio. Pero están ahí, flotando escondidos dentro del pan de los días, estrellas en un universo perfumado con flores de naranjo y arropado en papel manteca, como un niño que acaba de nacer.
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